ÚLTIMOS TRABAJOS APOSTÓLICOS

Se mantuvo como apóstol incansable hasta el final de su vida sacerdotal: fomentando las convivencias sacerdotales y vocacionales entre seminaristas. Animando a vivir una sana amistad y fraternidad a seminaristas y sacerdotes, recordando a Santa Teresa que decía: “Gran mal es un alma sola”. En sintonía con esto, Benedicto XVI en su viaje al Líbano el 15 de septiembre de 2012 dijo a los jóvenes: “La fraternidad es una anticipación del cielo. Y la vocación del discípulo de Cristo es ser «levadura» en la masa, como dice san Pablo: «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa» (Ga 5,9)”.

Por encargo de los Obispos organizaba varias tandas de ejercicios espirituales anuales, para la renovación del clero.

Mediante la dirección de la Unión Apostólica desde el año 1965 hasta su muerte en 2003, encontró D. Dámaso una gran ayuda para trabajar por los sacerdotes y seminaristas de la Diócesis de Cartagena, organizando retiros mensuales y  convivencias.

La Unión Apostólica del Clero es una asociación internacional, abierta a los sacerdotes diocesanos que se comprometen a ayudarse mutuamente a lograr la plenitud de vida según el Espíritu, mediante el ejercicio del ministerio.

Su nota característica consiste en privilegiar la fraternidad que dimana del sacramento del Orden, para alimentar en el clero y en la Iglesia una vida de comunión inspirada en el modelo de los apóstoles con Cristo, enraizada en la comunión de la Trinidad y testimoniada en la caridad pastoral.

D. Dámaso solía repetir explicando la oración sacerdotal (Jn, 17), que el regalo del Padre a Jesucristo en sus bodas con la humanidad, son sus sacerdotes, por los que Cristo ruega: “Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado, porque son tuyos… No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo.
Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad”.

Podríamos aplicarle aquellas palabras del Siervo de Dios Padre José Soto: “A mí no se me ha perdido otra cosa más que el sacerdote”.

Fue también consiliario de la Orden de las Vírgenes Consagradas, institución apostólica inspirada en el misterio de la Virgen María, que comenzó en la diócesis de Cartagena bajo el amparo de D. Juan de Dios Balibrea Matás, Deán de la Catedral y Vicario General del Obispado. Desde 1971 hasta su muerte D. Dámaso atendió espiritualmente al grupo de vírgenes.

El Ordo virginum no tiene reglas ni estructuras comunitarias. La consagración de una virgen es personal y particular. La virgen consagrada no renuncia a su propio trabajo, del cual vive, sino que lo ejerce en espíritu de servicio y de evangelización. Su único superior, aunque sin voto de obediencia, es el Obispo. Este estilo de vida consagrada responde a aquella primera consagración femenina que hubo en la Iglesia: las vírgenes cristianas. Viven su pertenencia a Dios en medio de la vida ordinaria al estilo de Jesús, como enviado del Padre para transformar el mundo. D. Dámaso las invitaba a vivir una consagración total, en palabras del Maestro Ávila: “Que no haya rincón de su corazón que no esté dado a Dios”, y a procurar imitar en todo a la Santísima Virgen en su vivencia profunda y radical del Evangelio.

Fue también predicador de ejercicios espirituales a seminaristas, sacerdotes, religiosas… Confesor de las MM. Benedictinas del Santuario de Ntra. Sra. de la Fuensanta, patrona de Murcia, y encargado de cuidar la vida espiritual de las madres y las hermanas de los sacerdotes, a las que mensualmente impartía una mañana de retiro.

El último cargo que tuvo fue el de colaborador de la Parroquia de San Lorenzo de Murcia, donde celebraba la Santa Misa todos los días a las diez de la mañana. El resto del día lo dedicaba a Dios y a la atención de las confesiones y la dirección espiritual. Su piso en la sexta planta de la casa sacerdotal era un hervidero de sacerdotes, religiosas, seminaristas y un grupo nutrido de seglares que acudían a recibir, el perdón, el sabio consejo y la paz que desprendía D. Dámaso en su trato personal con las almas.

Pudimos vislumbrar en él un ferviente Ardor apostólico, impregnado del Evangelio, “He venido a traer fuego a la tierra y cómo desearía que ya estuviese ardiendo” (Lc 12,49). Decía tantas veces, teniendo ya más de ochenta años: “tengo más deseos de trabajar por los jóvenes que cuando estaba de coadjutor en el Carmen”.

Agotado, con sus noventa fieles, felices y fecundos años, el 15 de agosto de 2003, festividad de la Asunción de la Virgen María celebró su última Misa acompañado por su incondicional amigo y secretario de la Unión Apostólica Julio Navajas y por José Iborra, que lo cuidó los últimos años de su vida. Acabada la Santa Misa, que celebró casi sin fuerzas, (¿Cómo hoy día de la Virgen no voy a celebrar la Eucaristía? En Ella confío, Ella me ayudará a celebrarla), fue ingresado en el Hospital de San Carlos de Murcia, donde permaneció ingresado hasta su muerte, o mejor dicho como a él le gustaba repetir su “paso a la casa del Padre y de la Madre”, que tuvo lugar el 27 de agosto de 2003.
Con toda paz pidió recibir los últimos Sacramentos, para prepararse a la hora del encuentro, y contemplar sin velos al que tanto había amado, servido y adorado a lo largo de su prolongada vida sacerdotal. Y los amigos sacerdotes lo visitaban para despedirse y varias veces  celebraron la   Santa Misa en la habitación del hospital, alimentando a D. Dámaso con el Pan del Cielo, viático para la vida eterna.

Murió pobre, como había vivido, pero su corazón estaba lleno de confianza en Dios, lleno de la riqueza de la fe.

Su entierro se celebró en la parroquia de Ntra. Sra. del Carmen de Murcia, por tantos acontecimientos que unían su ministerio sacerdotal a esta Iglesia Arciprestal. Ese 28 de agosto de 2003 a las 10:30 h. de la mañana, D. Manuel Ureña Pastor, Obispo de la Diócesis de Cartagena, presidió las exequias y la Santa Misa acompañado por gran parte del clero diocesano, por el que tanto había trabajado y orado este ejemplar sacerdote.

Como testamento repitió a todos los que lo visitaron en el Hospital los primeros días, estas palabras llenas de confianza filial: “Mi pasado, mi presente y mi futuro están en manos de Dios que me ama”.