En 1951 fue nombrado Párroco de San Pedro
del Pinatar. Con qué alegría recibió el nombramiento, pues siempre
había soñado con un pueblo pequeño en el que pudiera conocer a todos sus
feligreses, saber sus necesidades, rezar por sus intenciones…
Vivía con gran ilusión su labor
sacerdotal: organizar la vida parroquial y llevar el fuego de Dios al
corazón de los hombres. Pero teniendo claro que uno no puede dar lo que
no tiene, todo su apostolado tenía una fuente: la Eucaristía.
Muy
temprano la luz de la casa parroquial se encendía, porque su Pastor
madrugaba para orar al buen Dios por su feligresía, y veían a las siete
de la mañana al párroco ir a la capilla del Sagrario y estar allí largas
horas de intimidad y adoración.
Recuerdan en el pueblo con qué fervor y con qué naturalidad celebraba la Santa Misa cada día. “Cuando yo celebro la Santa Misa, Dios visita este pueblo”, como el sol que nace de lo alto.
Siguiendo las huellas de San Juan María
Vianney, empezó a visitar los hogares de sus feligreses para conocerlos e
invitarlos a las reuniones parroquiales.
Otro campo especialmente cuidado eran los enfermos, a los que visitaba con frecuencia. En su oración pedía: “Señor, que no se me muera ninguno sin recibir los sacramentos”
Hizo un gran apostolado con los jóvenes,
mediante el centro de acción católica, trabajando incansablemente con
ellos, multiplicando reuniones, retiros, excursiones, forjando santos
cristianos, de entre los que surgieron también varias vocaciones
sacerdotales y buenos matrimonios.
Fomentó mucho la devoción a la Virgen del
Carmen, la imitación de sus virtudes y el rezo del Santo Rosario, entre
los cristianos y los pescadores del pueblo.
La festividad de la Virgen del Carmen es
un día grande para las familias de pescadores de San Pedro del Pinatar.
Desde sus orígenes, en 1792, los pescadores celebran con devoción la
Romería y Procesión Marítima en honor a su patrona.
D. Dámaso se preocupó de construir una
pequeña ermita en honor de la Santísima Virgen, para poder atender las
necesidades espirituales de los veraneantes del barrio de Lo Pagán.
En tan sólo tres años el Espíritu Santo se sirvió de este humilde sacerdote, para renovar en gran medida la fe de aquel pueblo.
Las obras de San Juan de Ávila eran, juntamente con la Palabra de Dios y el magisterio de la Iglesia, el alimento de su alma.
Los seminaristas de San Pedro de aquel
momento recuerdan sus palabras sencillas pero que, envueltas en oración,
llegaban a lo profundo de sus corazones, invitándolos siempre a imitar a
Jesucristo. Uno de ellos a aquellos pasos donde se sentaban en
cualquier sitio y siempre les leía y explicaba algún texto del Beato
Ávila.
Conviene
resaltar la gran ayuda que las Misioneras del Padre José Soto Chuliá le
brindaron a D. Dámaso en su misión evangelizadora, especialmente con
las chicas y con las señoras del pueblo.
D. Dámaso vivía centrado en Jesucristo,
trataba de imitarlo y quería ser Jesús en medio de su pueblo. En San
Pedro articuló su vida en torno al eje de las grandes virtudes
sacerdotales: Imitar a Cristo pobre, casto y obediente.
Transcurridos tres felices y fecundos años de ministerio sacerdotal, el Señor tenía otro proyecto para su vida.
En 1955 se presentó a los exámenes del
concurso de parroquias según era costumbre en aquellos años y tras
aprobarlos con muy buena nota, decidió junto con D. Diego Hernández no
pedir la parroquia que a ellos más les gustaba o convenía, aunque era
lícito según el Código de Derecho Canónico vigente. Se hicieron el
siguiente planteamiento: “¿Qué es lo más evangélico y lo más sacerdotal?” E iluminados por el Espíritu Santo pensaron: “Ad voluntatem episcopi”.
Y así lo plasmaron en la carta que le enviaron al Señor Obispo. Lo que
condujo a D. Diego a la Parroquia de Sta. María de Villena y a D. Dámaso
a la Basílica Arciprestal de la Purísima Concepción de Yecla.
La forma en la que recibió este nombramiento pone de manifiesto el profundo espíritu de obediencia en el que vivía D. Dámaso.
“Me fui a la capilla del Santísimo de San Pedro y tras abrir la carta,
fue tal mi impresión, que quedé desconcertado con lo que me pedía el
Señor: ir de párroco arcipreste a la Basílica de Yecla, pero prontamente
recordé aquellas palabras del Padre Soto: “una insinuación de mi obispo
es un mandato para mí”, y le dije al Señor: Amen, no tengo nada más que
decirte”.