Nunca buscó, ni honores, ni fama, ni
dinero, ni dignidades… buscó a Cristo y a las almas, de este modo quiso
vivir la pobreza evangélica. Raramente llegaba a fin de mes: ayudaba a
seminaristas, a los misioneros y a los pobres. Las familias más humildes
de sus parroquias (y al final de su vida las del Castillejo, en el
popular barrio de San Juan de Murcia), recibieron el beneficio de su
gran caridad… Murió pobrísimo, no tuvo ni para pagarse el entierro, y
desprendido de todo. “A la tribu de Leví, no se le dará otra herencia, porque su herencia es el Señor”. (Jos 13,33)
D. Dámaso era un hombre penitente y
austero que cumplía con gran fidelidad las prácticas penitenciales de la
Iglesia; hacía la abstinencia de todos los viernes del año, practicaba
frecuentes ayunos, aunque todo esto siempre bajo la obediencia a su
director espiritual… y sobre todo se mortificaba con el cumplimiento
diligente del deber diario y aceptando la multitud de pequeñas ocasiones
que en la vida cotidiana se nos ofrecen para morir a nosotros mismos, y
que él convertía con alegría en actos de amor a Dios.
“Mi mayor sacrificio en mi ancianidad
es estar siempre disponible cuando me busca un sacerdote o un
seminarista, procuro recibirlos con una sonrisa y olvidándome de mí, a
pesar de mi agotamiento intento tratarlos como al mismo Cristo, sumo y
eterno sacerdote”.
Muy amante de la virtud de la castidad, viviendo siempre aquello de San Ambrosio: “Cristo es todo para nosotros”. La
limpieza de corazón era la atmósfera serena de quien quiso seguir
radicalmente a Cristo. Y así lo inculcaba en la dirección espiritual,
propagando mucho el voto privado de castidad entre los jóvenes que
querían entregarse por completo al Señor. Escribió un opúsculo sobre el
celibato sacerdotal, publicado en la editorial de la Unión Apostólica
del Clero.
Fue un gran propagador de la Confesión
semanal, que él mismo frecuentaba puntualmente. Algunos de sus
confesores fueron: D. Mariano Aroca, Padre Jesuita Francisco Sánchez
Ruiz, siendo el último de ellos D. Joaquín Alarcón.