Cuando venga el Espíritu de Verdad… os guiará a la verdad completa” (Jn 16, 13).
El Espíritu Santo mora establemente en
toda alma que está en gracia de Dios. Es inseparable de la gracia, por
la que es El mismo quien en cada momento nos está haciendo ser realmente
hijos de Dios.
Y
sin embargo, la Iglesia nos enseña a pedirle que venga a nosotros: “Ven
Espíritu Santo”. ¿Qué venida es ésta de quien está ya en nosotros?
¿Cómo puede venir, si ya está?
Venir El, es hacérsenos presente con sus dones, con su actuación en nuestro corazón.
Venir El, es iluminar nuestras
tinieblas interiores, purificar nuestras manchas, ablandar nuestra
dureza, hacer flexible nuestra rigidez.
Venir El, es excitar nuestra flojedad, dar jugo a nuestras sequedades, curar nuestras heridas, calentar nuestra frialdad.
Venir El, es acompañar nuestra soledad, consolar nuestras penas, dilatar nuestro corazón en el amor para el servicio de Dios.
Viene así el Espíritu Santo cuando se lo
suplicamos: cuando El mismo nos hace que le pidamos su acción en
nosotros. Viene, y al venir de ese modo, nuestra vida espiritual se hace
vigorosa y fuerte en el amor.
Una de las características de la venida del Espíritu Santo al alma es “la plenitud”. La Iglesia nos enseña a pedirle que “llene los corazones de sus fieles”, que llene nuestros corazones.
La plenitud no deja vacío ninguno, lo
llena todo. En nuestra alma la plenitud el Espíritu Santo no deja nada
en nosotros, no deja rincón ninguno que no sea de Dios.
La plenitud perfecta no es de la tierra; es patrimonio
felicísimo del cielo, donde Dios va a ser todo en nosotros. Pero la vida
terrena tiene que irse asemejando al ideal perfecto de la vida del
cielo; tenemos que ir llenándonos cada día más de Dios, abandonando lo
nuestro, pobre siempre y miserable, para que reine El.
Ese trabajo interior lo hace el Espíritu Santo en nuestro corazón: lo va vaciando de sí mismo para llenarlo de Dios. A lo largo de la vida espiritual. El Espíritu Santo nos va dando la plenitud de Dios. No se llena sino lo que está vacío. Y realmente no estamos vacíos; estamos muy llenos de nosotros mismos. La labor del Espíritu Santo es vaciarnos de nosotros para llenarnos de Dios.
Eso es lo que suplicamos cuando pedimos al Espíritu Santo que llene nuestros corazones, que los vacíe de nuestra soberbia, de nuestro orgullo, de nuestra susceptibilidad, de nuestra envidia, de nuestra vanidad, de nuestra sensualidad, de nuestra pereza, de nuestro pesimismo; todo, para llenarnos de las virtudes que él mismo planta y cultiva en nuestro corazón. Así, poco a poco, nos va llenando de Dios.
¿QUÉ ES LO QUE HACE EL ESPÍRITU SANTO EN AQUELLOS EN QUIENES HABITA?
“Como Dios dió al hombre la cabeza y el corazón correspondientes al entendimiento y a la voluntad, para dirigirle, así dio a la Iglesia una cabeza en Jesucristo y un corazón en el Espíritu Santo” (San Gregorio Magno).
Sin el Espíritu, que ha descendido sobre Cristo y ha sido derramado por él sobre todos los hombres, la salvación del hombre resultaría incompleta: el abismo que nos separa en el tiempo de los acontecimientos pascuales permanecería no colmado, y el mismo Jesús se reduciría a un espléndido modelo, lejano de nosotros, pero no sería el Viviente en nosotros y para nosotros. El Consolador actualiza la obra de Cristo, haciéndola presente y operante en la variedad de la historia humana: él es “el Espíritu de verdad”, es decir, el Espíritu de la fidelidad de Dios, que alcanza las diversas situaciones históricas y las redime con su amor transformador y vivificador.
“El Espíritu es así la garantía de la perenne memoria de Cristo en la historia, a pesar de nuestros olvidos inevitables de hombres! la garantía de la inteligencia auténtica de su palabra, a pesar de las selecciones heréticas que nosotros operamos sobre ella y de los silencios cobardes ante sus exigencias” (O. González de Cardenal).
Para la sabiduría de Oriente el Espíritu es el “éxtasis de Dios”, aquel en que el Padre y el Hijo salen de sí para darse en el amor. Es la revelación la que nos atestigua que, cada vez que Dios sale de si, lo hace en el Espíritu:
Ese trabajo interior lo hace el Espíritu Santo en nuestro corazón: lo va vaciando de sí mismo para llenarlo de Dios. A lo largo de la vida espiritual. El Espíritu Santo nos va dando la plenitud de Dios. No se llena sino lo que está vacío. Y realmente no estamos vacíos; estamos muy llenos de nosotros mismos. La labor del Espíritu Santo es vaciarnos de nosotros para llenarnos de Dios.
Eso es lo que suplicamos cuando pedimos al Espíritu Santo que llene nuestros corazones, que los vacíe de nuestra soberbia, de nuestro orgullo, de nuestra susceptibilidad, de nuestra envidia, de nuestra vanidad, de nuestra sensualidad, de nuestra pereza, de nuestro pesimismo; todo, para llenarnos de las virtudes que él mismo planta y cultiva en nuestro corazón. Así, poco a poco, nos va llenando de Dios.
¿QUÉ ES LO QUE HACE EL ESPÍRITU SANTO EN AQUELLOS EN QUIENES HABITA?
- EL ESPÍRITU NOS LLEVA A LA VERDAD COMPLETA (Jn 14, 26).
“Como Dios dió al hombre la cabeza y el corazón correspondientes al entendimiento y a la voluntad, para dirigirle, así dio a la Iglesia una cabeza en Jesucristo y un corazón en el Espíritu Santo” (San Gregorio Magno).
Sin el Espíritu, que ha descendido sobre Cristo y ha sido derramado por él sobre todos los hombres, la salvación del hombre resultaría incompleta: el abismo que nos separa en el tiempo de los acontecimientos pascuales permanecería no colmado, y el mismo Jesús se reduciría a un espléndido modelo, lejano de nosotros, pero no sería el Viviente en nosotros y para nosotros. El Consolador actualiza la obra de Cristo, haciéndola presente y operante en la variedad de la historia humana: él es “el Espíritu de verdad”, es decir, el Espíritu de la fidelidad de Dios, que alcanza las diversas situaciones históricas y las redime con su amor transformador y vivificador.
“El Espíritu es así la garantía de la perenne memoria de Cristo en la historia, a pesar de nuestros olvidos inevitables de hombres! la garantía de la inteligencia auténtica de su palabra, a pesar de las selecciones heréticas que nosotros operamos sobre ella y de los silencios cobardes ante sus exigencias” (O. González de Cardenal).
- EL ESPÍRITU DERRAMA EL AMOR DE DIOS EN NUESTRO CORAZÓN (Rom 5, 5)
Para la sabiduría de Oriente el Espíritu es el “éxtasis de Dios”, aquel en que el Padre y el Hijo salen de sí para darse en el amor. Es la revelación la que nos atestigua que, cada vez que Dios sale de si, lo hace en el Espíritu:
* “El Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas” (Gen 1, 2).
* En la profecía: “Yo derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres” (Jl 3, 1 y He 2, 16).
* En la encarnación: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc1, 35).
* En la Iglesia: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros para que seáis mis testigos” (He 1, 8).
* En la profecía: “Yo derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres” (Jl 3, 1 y He 2, 16).
* En la encarnación: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc1, 35).
* En la Iglesia: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros para que seáis mis testigos” (He 1, 8).
“El Espíritu es así agente de esa profunda y sobrehumana seguridad
de que Dios es amor, de que nos ha acogido y de que, por ello, podemos
nosotros acogernos y amarnos a nosotros mismos, sin padecer asco de
nuestra pobreza ni envanecernos de nuestra riqueza. Esa seguridad de que
Dios nos ama y esa permanente posibilidad de amarnos a nosotros mismos
no es resultado de un esfuerzo intelectual o de un rigor moral, sino de
una iniciativa de Dios, del cual recibimos nuestro presente y nuestro
futuro” (O. González de Cardedal).
En el Espíritu Dios ama a los lejanos, a los últimos, a aquellos a quienes nadie ama. Por eso el Espíritu es el “padre de los pobres” (como lo invoca el Veni Sáncte Spiritus), es decir, de aquellos que no tienen más esperanza que el amor sorprendente y creador de Dios. Por eso es la alegría y el consuelo del corazón que cree, la certeza de la fidelidad divina por las vías oscuras que se abren ante nosotros, el valor para lanzarse hacia lo desconocido, envuelto por la promesa de Dios.
El Espíritu nos despierta del letargo que es un momento fácil de la vida, y nos saca a la intemperie, donde no se puede estar solamente viendo las cosas como pasan, sino haciendo el camino que no está todavía andado.
Nos despierta el Espíritu cuando nos hace emigrar de un sitio a otro, cuando nos hace salir de lo que era costumbre y nos exige la originalidad y la renovación. El Espíritu nos despierta para ponernos en éxodo, en el camino de la madurez.
En el Espíritu, el éxodo del amor de Dios suscita el éxodo del corazón del hombre, su salir de sí para ir hacia el otro.
3. POR EL ESPÍRITU PODEMOS CONOCER QUIÉN ES DIOS PARA NOSOTROS Y QUIÉN ES EN SI.
Dios creó al hombre para establecer con él una Alianza de amor. Dios creó al hombre para hacerlo hijo suyo, semejante a su Hijo Jesucristo.
El hombre, en la historia de la salvación, está ordenado a ser hijo de Dios en el Hijo Amado, y a vivir la vida eterna por el don del Espíritu Santo. La fuerza santificadora del bautismo cristiano brota de la muerte y resurrección de Jesucristo y del envío del Espíritu Santo, acontecimientos en los que culminó la misión mesiánica de Jesús, iniciada públicamente en su bautismo. La Iglesia bautiza porque así realiza el mandato de Jesús resucitado a sus Apóstoles y porque está llena del Espíritu Santo para comunicar la salvación a través de este sacramento.
El Espíritu nos ha hecho en el bautismo, profetas, sacerdotes y reyes. Funciones que ejerce el bautizado, unido a Cristo en la Iglesia:
* La función profética: Escucha y anuncio de la Palabra de Dios, testimonio de dicha palabra con las obras y la capacidad de juzgar los acontecimientos de la vida de los hombres a la luz del Evangelio.
* La función sacerdotal: ofrecer a Dios en la Eucaristía el sacrificio vivo y santo que es el mismo Cristo y también, a Dios toda la actividad humana como un sacrificio agradable y espiritual.
* La función real: por la que el cristiano impregna del Espíritu de Cristo al mundo y sirve lealmente al bien común de la sociedad humana.
La mejor prueba de esto nos la dan las palabras que Pablo escribió: “Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido. De esto hemos hablado, y no con rebuscadas palabras de humana sabiduría, sino con palabras aprendidas del Espíritu.. . Pues nosotros tenemos el Espíritu de Cristo” (1 Cor 2, 12-13).
En el Espíritu Dios ama a los lejanos, a los últimos, a aquellos a quienes nadie ama. Por eso el Espíritu es el “padre de los pobres” (como lo invoca el Veni Sáncte Spiritus), es decir, de aquellos que no tienen más esperanza que el amor sorprendente y creador de Dios. Por eso es la alegría y el consuelo del corazón que cree, la certeza de la fidelidad divina por las vías oscuras que se abren ante nosotros, el valor para lanzarse hacia lo desconocido, envuelto por la promesa de Dios.
El Espíritu nos despierta del letargo que es un momento fácil de la vida, y nos saca a la intemperie, donde no se puede estar solamente viendo las cosas como pasan, sino haciendo el camino que no está todavía andado.
Nos despierta el Espíritu cuando nos hace emigrar de un sitio a otro, cuando nos hace salir de lo que era costumbre y nos exige la originalidad y la renovación. El Espíritu nos despierta para ponernos en éxodo, en el camino de la madurez.
En el Espíritu, el éxodo del amor de Dios suscita el éxodo del corazón del hombre, su salir de sí para ir hacia el otro.
3. POR EL ESPÍRITU PODEMOS CONOCER QUIÉN ES DIOS PARA NOSOTROS Y QUIÉN ES EN SI.
Dios creó al hombre para establecer con él una Alianza de amor. Dios creó al hombre para hacerlo hijo suyo, semejante a su Hijo Jesucristo.
El hombre, en la historia de la salvación, está ordenado a ser hijo de Dios en el Hijo Amado, y a vivir la vida eterna por el don del Espíritu Santo. La fuerza santificadora del bautismo cristiano brota de la muerte y resurrección de Jesucristo y del envío del Espíritu Santo, acontecimientos en los que culminó la misión mesiánica de Jesús, iniciada públicamente en su bautismo. La Iglesia bautiza porque así realiza el mandato de Jesús resucitado a sus Apóstoles y porque está llena del Espíritu Santo para comunicar la salvación a través de este sacramento.
El Espíritu nos ha hecho en el bautismo, profetas, sacerdotes y reyes. Funciones que ejerce el bautizado, unido a Cristo en la Iglesia:
* La función profética: Escucha y anuncio de la Palabra de Dios, testimonio de dicha palabra con las obras y la capacidad de juzgar los acontecimientos de la vida de los hombres a la luz del Evangelio.
* La función sacerdotal: ofrecer a Dios en la Eucaristía el sacrificio vivo y santo que es el mismo Cristo y también, a Dios toda la actividad humana como un sacrificio agradable y espiritual.
* La función real: por la que el cristiano impregna del Espíritu de Cristo al mundo y sirve lealmente al bien común de la sociedad humana.
La mejor prueba de esto nos la dan las palabras que Pablo escribió: “Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido. De esto hemos hablado, y no con rebuscadas palabras de humana sabiduría, sino con palabras aprendidas del Espíritu.. . Pues nosotros tenemos el Espíritu de Cristo” (1 Cor 2, 12-13).
4. EL ESPÍRITU ES FUERZA QUE CAMBIA LA VIDA.
Y no sólo la vida de cada uno, sino la de la comunidad. Dejarse conducir por el Espíritu de Jesús significaba, para los primeros fieles, liberarse de la esclavitud de las potencias de este mundo.
La libertad de los hijos de Dios no era una palabra vacía. Por fidelidad al Espíritu, intentaban también abolir todas las discriminaciones religiosas, sociales y culturales. Procuraron anular la distinción entre judíos y griegos, ciudadanos libres y esclavos, hombres y mujeres.
Tan fuerte era la motivación por el Espíritu, que se mostraban dispuestos a renunciar a sus propios privilegios sociales para edificar una nueva sociedad humana. Conceder la libertad a los esclavos y considerar jurídicamente iguales al hombre y a la mujer era entonces algo mucho menos evidente que en nuestros días. Pero la nueva experiencia espiritual del “ser-en Cristo” hizo que las primitivas comunidades soñaran con nuevas relaciones interpersonales y con otro tipo de sociedad.
El Espíritu Santo es fuerza de nuevo nacimiento; no se trata sólo de destruir el mundo viejo y olvidar la existencia pecadora sino que supone nuevo nacimiento; morimos con Jesús y renacemos a la vida nueva, en nivel de gratuidad: La vida cristiana es nueva creación; no sólo producto de la propia voluntad o esfuerzo sino resultado, sobre todo, de la acción de Dios en Cristo por la fuerza recreadora de su Espíritu. La resurrección de Jesús ha introducido en el corazón de la historia una nueva forma de existencia con sus motivaciones y finalidades propias que está más allá de las posibilidades humanas y de los condicionamientos de raza, cultura y condición: “revestíos del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4, 24).
Y no sólo la vida de cada uno, sino la de la comunidad. Dejarse conducir por el Espíritu de Jesús significaba, para los primeros fieles, liberarse de la esclavitud de las potencias de este mundo.
La libertad de los hijos de Dios no era una palabra vacía. Por fidelidad al Espíritu, intentaban también abolir todas las discriminaciones religiosas, sociales y culturales. Procuraron anular la distinción entre judíos y griegos, ciudadanos libres y esclavos, hombres y mujeres.
Tan fuerte era la motivación por el Espíritu, que se mostraban dispuestos a renunciar a sus propios privilegios sociales para edificar una nueva sociedad humana. Conceder la libertad a los esclavos y considerar jurídicamente iguales al hombre y a la mujer era entonces algo mucho menos evidente que en nuestros días. Pero la nueva experiencia espiritual del “ser-en Cristo” hizo que las primitivas comunidades soñaran con nuevas relaciones interpersonales y con otro tipo de sociedad.
El Espíritu Santo es fuerza de nuevo nacimiento; no se trata sólo de destruir el mundo viejo y olvidar la existencia pecadora sino que supone nuevo nacimiento; morimos con Jesús y renacemos a la vida nueva, en nivel de gratuidad: La vida cristiana es nueva creación; no sólo producto de la propia voluntad o esfuerzo sino resultado, sobre todo, de la acción de Dios en Cristo por la fuerza recreadora de su Espíritu. La resurrección de Jesús ha introducido en el corazón de la historia una nueva forma de existencia con sus motivaciones y finalidades propias que está más allá de las posibilidades humanas y de los condicionamientos de raza, cultura y condición: “revestíos del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4, 24).
5. EL ESPÍRITU ES EL QUE “HACE GLESIA
La Iglesia es criatura del Espíritu
Santo. La realidad más profunda de la Iglesia es solamente accesible a
la fe. Es imposible acceder a la identidad mistérica de la Iglesia
desde una consideración puramente externa. El objeto de nuestra fe no es
la Iglesia, considerada en sí misma o como pura y simple sociedad
histórica, sino Dios mismo, comprometido irrevocablemente y
para siempre, con su obra, la Iglesia. Por muy humilde y quebradizo que
sea lo que la Iglesia aparece a nuestros ojos, ahí está actuando el
Espíritu de Dios. Estas dos cosas no pueden separarse: forman una
realidad única y compleja. La Iglesia vive gracias a la acción del
Espíritu Santo. Esta es la razón de que los Credos cristianos, cuando
nombran la Iglesia, afirman siempre su existencia uniéndola con la
profesión de fe en el Espíritu Santo. Lo hacen así porque la Iglesia es
la obra principal del Espíritu Santo, por cuya gracia existe y vive. Uno
de los Credos más antiguos dice: “Creo en el Espíritu Santo que está en
la Santa Iglesia para la resurrección de la carne”.
El Espíritu Santo es el que une a los
creyentes como principio profundo de la unidad de la Iglesia, Espíritu
de la salvación que es comunión, fuente de la unidad del Cuerpo de
Cristo, él une lo diverso sin modificarlo, más aún, suscitando y
nutriendo la maravillosa variedad de los dones y de los servicios.
Gracias a su acción la comunión eclesial, sacramento de salvación, es “icono de la Trinidad”, nutriente experiencia de paz en el amor del Padre y del Hijo.
El Espíritu reparte la gracia según quiere: ” El
agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua
que salta hasta la vida eterna”. Una nueva clase de agua que corre y
salta, pero que salta en los que son dignos de ella.
¿Por qué motivo se sirvió del término agua para denominar la gracia del Espíritu Santo? Pues porque el agua lo sostiene todo, porque es imprescindible para la hierba y los animales, porque
el agua de la lluvia desciende del cielo y, además, porque desciende
siempre de la misma forma, y, sin embargo, produce efectos diferentes:
unos en las palmeras, otros en las vides, todo en todas
las cosas. De por sí, el agua no tiene más que un único modo de ser; por
eso la lluvia no transforma su naturaleza propia para descender en
modos distintos, sino que se acomoda a las exigencias de los seres que
la reciben y da a cada cosa lo que le corresponde.
De la misma manera, también el
Espíritu Santo, aunque es único, y con un solo modo de ser, e
indivisible, reparte a cada uno la gracia según quiere.
Se sirve de la lengua de unos para el
carisma de la sabiduría; ilustra la mente de otros con el don de la
profecía; a éste le concede poder para expulsar los demonios; a
aquél le otorga el don de interpretar las divinas Escrituras. Fortalece,
en unos, la templanza; en otros, la misericordia; a éste le enseña a
practicar el ayuno y la vida ascética; a aquél, a dominar las pasiones;
al otro, le prepara para el martirio. El Espíritu se manifiesta,
pues, distinto en cada uno, pero nunca distinto en sí mismo, según está
escrito: “En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común” (De
las catequesis de San Cirilo de Jerusalén, obispo, s. IV)
Según la reflexión de Occidente, el
Espíritu es el vínculo del amor eterno, el que une al Padre y al Hijo:
“Son tres: el Amante, el Amado y el Amor” (San Agustín). En esta luz se
puede decir que procede del Padre y del Hijo como vínculo de su amor
recibido y dado, “lugar” y fuerza del eterno diálogo de la caridad.
Amor personal en Dios, el Espíritu une a
los creyentes con el Padre y entre sí; llena los corazones de la gracia
que viene de lo alto; infunde en nosotros el amor de Dios, gracias a él
somos capaces de amar.
“La venida del Espíritu sobre
los apóstoles, al desencadenar un conocimiento nuevo de Cristo, al
crearles un saber, amar y esperar renovados y al ponerles ante la tarea
de anunciar el único mensaje de salvación, constituye la Iglesia. Sin
Espíritu rememorador, santificador y esperanzador de los apóstoles,
la Iglesia hubiera sido una agregación de personas que
recordaban la vida de Jesús o se comprometían a vivir conforme a
su doctrina, o a transmitirla a los demás. Pero la Iglesia,
desde su nacimiento, se ha comprendido a sí misma de una forma bien
distinta: como la comunidad de los santificados por el Espíritu, que,
derramado sobre ellos, les mostraba confirmadas las Escrituras” (O.
González de Cardedal).
La Iglesia es la matriz donde se realiza
aquella “unidad del Espíritu” que no sería más que un espejismo sin la
“unidad del Cuerpo”. A semejanza del mismo Espíritu, ella es la “Paloma
perfecta”, en cuya unidad todos vienen a ser uno, como son uno el Padre y
el Hijo. De ahí precisamente esa plenitud que expresamos cuando
exclamamos, mostrando nuestra adhesión gozosa a este Don que nos viene
de lo alto: “¡Amén a Dios!”.
“Una vez que hemos entrado en la
santa Mansión, que tiene unas dimensiones más vastas que el universo, y
nos hemos hecho miembros del Cuerpo místico, no disponemos ya solamente
de nuestras propias fuerzas para amar, comprender y servir a Dios, sino
de las de todos sus miembros a un tiempo, desde la Virgen bendita en lo
más alto de los cielos hasta el pobre leproso africano… Toda la creación
visible e invisible, toda la historia, todo el pasado, todo el presente
y todo el porvenir, toda la naturaleza, todo el tesoro de los santos
multiplicados por la Gracia, todo esto está a nuestra disposición, todo
esto es nuestra prolongación y nuestro magnífico instrumental. Todos
los santos, todos los ángeles nos pertenecen. Podemos servirnos de la
inteligencia de Santo Tomás, del brazo de San Miguel y del corazón de
Juana de Arco y de Catalina de Siena y de todos los recursos
latentes que basta que los toquemos para que entren en ebullición.
Cuanto se hace de bueno, de grande y de hermoso de un extremo a otro de
la tierra, cuanta santidad hay en los hombres, es como si fuera obra
nuestra. El heroísmo de los misioneros, la inspiración de los doctores,
la generosidad de los mártires, el genio de los artistas, la oración
inflamada de las clarisas y de las carmelitas, es como si fuésemos
nosotros; ¡es nosotros! Del Norte al Sur, del Alfa al Omega, del Levante
al Occidente, todo esto forma uno con nosotros; nosotros nos revestimos
de todo esto y lo ponemos en marcha… Todo cuanto hay en nosotros, sin
que apenas nos demos cuenta, la Iglesia lo traduce en vastos rasgos y lo
pinta fuera de nosotros en una escala de magnificencia” (Henri de
Lubac, Meditación sobre la Iglesia, 190-191).
Estas cinco modalidades de actuar el
Espíritu no hay por qué limitarlas a los primeros tiempos del
cristianismo. Han sido una constante a lo largo de los siglos y aún
ahora siguen teniendo vigencia entre nosotros. El Espíritu de Jesús, hoy
día, no hace cosas diferentes a las que acabamos de enumerar.
“La Iglesia tiene necesidad de su Pentecostés permanente” (Pablo VI).