Ya en vida consideraba a D. Dámaso como un sacerdote de gran talla y santidad, de hecho de mi subconsciente muchas veces me sale involuntariamente el decir “San Dámaso” al referirme a él.
Su alegría sana y jovial me pareció siempre
su mejor testimonio, y así fue como en su velatorio me impactó la sonrisa de su
cara, pues pienso que después de muerto seguía hablando de Dios.
Escucharlo en sus pláticas y retiros me elevaba,
era recibir alimento sólido que encendía en mí el fuego del amor de Dios. Vivía
y saboreaba todo lo que nos decía, hasta tal punto que recuerdo una ocasión en
la que lleno de devoción y piedad nos hizo cantar hasta tres veces el salmo “El
auxilio me viene del Señor”, y no como mero capricho, sino que veíamos que
efectivamente interiorizaba cada palabra y cada nota.
Tenía el don de penetrar las conciencias para
iluminarlas y guiarlas. Un día en un retiro, oraba yo ante el Sagrario largo
rato, y me preguntaba interiormente si en verdad el Señor quería algo de mí.
Fue entonces cuando D. Dámaso se acercó y me dijo: “María, el Señor te está
pidiendo muchas cosas”, viendo en esto la respuesta de Dios a mis preguntas,
pues el Señor quería la entrega plena e incondicional de mi vida.