Conocí a D. Dámaso siendo yo seminarista, y él coadjutor de la parroquia de Ntra. Sra. del Carmen de Murcia. No hubo contacto personal con él, sólo lo conocía de verlo por el Seminario y de oídas. Pero el comentario entre los seminaristas era la labor extraordinaria que estaba realizando con la juventud de Acción Católica del Carmen, cuyo centro era como el modelo para los jóvenes de otras parroquias. De este centro salieron varias parroquias.
Pero cuando yo entro en
contacto con D. Dámaso soy llego a conocerlo a fondo es, cuando al terminar mis
estudios en Comillas, me envían los superiores de coadjutor suyo a la Purísima de Yecla, el año
1955. El llegó a la parroquia unos meses antes que yo, no muchos.
Después de mi llegada a Yecla y
de tomar el pulso a la parroquia en mis primeros ocho meses de estancia en la
misma, escuchando a los feligreses, a los más comprometidos, y los que no lo
estaban tanto, pude constatar las tensiones que existían en la parroquia, entre
la feligresía, a causa de unos hechos acaecidos con anterioridad a la llegada
de D. Dámaso y por supuesto de la mía.
Ello me hizo pensar que el
nombramiento de D. Dámaso, para cura párroco de la Purísima de Yecla, no fue
un hecho casual sino muy meditado y preparado por los superiores jerárquicos,
después de una adecuada información de la situación de la parroquia.
Y D. Dámaso era el sacerdote indicado,
ante la tensión que se palpaba en el ambiente, porque era un sacerdote sereno,
paciente, respetuoso con todos, alegre, cuyo rostro reflejaba una gran paz,
fruto sin duda de la solidez interior de una espiritualidad profunda,
alimentada de oración, del estudio, y de la lectura de San Juan de Ávila, por
el que sentía verdadera devoción y admiración, de San Juan de la Cruz, de Santa Teresa … etc
Me impresionaba verlo aceptar,
con rostro sereno, los contratiempos, no darle importancia a las críticas sobre
su persona, los enfados y las malas caras.
Su respuesta era la del buen
pastor: acogiendo a unos y otros con la misma sonrisa, escuchándolos con
semblante sereno rezando por todos, y ayudando a los que tenían problemas de
cualquier tipo.
Jamás lo vi enfadado ni alzando la voz a nadie.
Así poco a poco fue abriéndose
camino en la parroquia.
También he de reconocer que
hubo un grupo que, desde el principio, le apoyó y estuvo a su lado.
D. Dámaso no fue un hombre
brillante, ni humana ni intelectualmente, pero sí muy eficaz. Recuerdo que
tenía poca salud, estaba delgado, comía poco. Lo recuerdo, con su sotana
sencilla y manteo, visitando enfermos, o en el confesionario ejerciendo el
noble ministerio de la reconciliación.
Su predicación era sencilla,
muy evangélica, sin adornos retóricos, muy adaptada a la gente, que hasta los
niños la podían entender perfectamente.
Su arma secreta: la oración.
Era un hombre contemplativo sobre todo. Su semblante sereno, su rostro de paz,
su sonrisa sin fingimiento, todo su porte exterior reflejaba la riqueza
interior que atesoraba, exteriorizada en su amor y entrega al Señor, a sus feligreses, y de una manera especial a los sacerdotes, a
los que quería y servía con interés especial.
Su dedicación a los sacerdotes
y seminaristas era muy prioritaria en su ministerio sacerdotal. Con ese motivo
se reunía con dos excelentes sacerdotes: D. Diego Hernández y el Padre Soto.
Tres hombres con los mismos ideales centrales: la santidad sacerdotal, la
preocupación y atención a los sacerdotes y seminaristas, y el servicio a la Iglesia.
Hasta los últimos días de su
vida, D. Dámaso no perdió el contacto con los sacerdotes y con los
seminaristas, que acudían a él en demanda de ayuda espiritual y de sus sabios
consejos.
Recuerdo con inmensa
alegría aquellas agradables veladas, en
el comedor de la casa parroquial, donde nos reuníamos con su familia y la mía,
en largas conversaciones, por cierto, muy gratificantes, que nos servían
también para dejar atrás las actividades de la jornada y oír las últimas
noticias de la radio, la única que había en la casa parroquial. Se rezaba el
rosario. Y después la última visita era siempre para el Señor, en la Capilla de la Comunión.
D. Dámaso vivió su sacerdocio
con una enorme alegría y con una apasionada ilusión.
Vivió enamorado de su
sacerdocio, al cual se entregó siempre para vivir y proclamar por encima de
todo, sus tres amores preferidos: Jesucristo, la Virgen María, y la Iglesia.
D. Dámaso vivió pobremente y
todo su entorno respiraba austeridad: su vestimenta y en la comida. La casa
parroquial carecía de ostentación, el mobiliario imprescindible.
Los dos trabajábamos unidos,
con ilusión. Él se encargaba de los hombres, mujeres y chicas de Acción
Católica, yo me encargaba de los jóvenes. Aprendí a su lado, todo lo que después
he ido aplicando por las parroquias que he pasado.
Para mí, D. Dámaso, fue un
maestro de vida pastoral y espiritual, un amigo y un padre.
Resumiendo. D. Dámaso fue un
hombre de Dios.