(✞9-11-2014)
“HE VISTO A DIOS EN UN HOMBRE”
Preguntaban a un viñador del Mâcnnais qué había visto en la aldea de Ars: “He visto a Dios en un hombre”.
Esa ha sido mi experiencia al conocer y tratar íntimamente a D. Dámaso.
Vi en él la luz de la verdad, por la coherencia entre lo que enseñaba y
predicaba y lo que vivía.
Pronto pude descubrir en él una vida
evangélica a lo San Juan de Ávila que ha iluminado mi vida, como la de
tantos sacerdotes, seminaristas, religiosos y laicos de nuestra Diócesis
de Cartagena. Don Dámaso ha sido en mi vocación sacerdotal una fuente
de agua viva.
La alegría es uno de los frutos del
Espíritu Santo que abundaban en el corazón de D. Dámaso. Nos transmitía
la alegría de ser creyente y sacerdote. Siempre optimista, afable,
alegre, incluso bromista. Solía repetir aquello de Santa Teresa: “Un santo triste, es un triste santo”.
Cuanto nos recordaba la importancia de las tres efes: “Si eres fiel, serás feliz y serás fecundo”. De la fidelidad a la voluntad de Dios en nuestra vocación depende nuestra felicidad y la fecundidad de nuestra vida.
Y “Por el bautismo santo y apóstol”,
no nos podemos conformar con menos. Todo parte del bautismo, donde
recibiste el don de la filiación divina y la semilla de la gracia que ha
de dar frutos de verdadera caridad. La tensión hacia lo alto, el deseo
ardiente de santidad es fuente de alegría.
Es necesario adquirir ideas claras y
vivir una vida consecuente con esos principios. Para ello hemos de
acudir a las fuentes seguras: la Palabra de Dios, el magisterio de la
Iglesia, los santos Padres y los grandes maestros de la espiritualidad
cristiana y nuestros amigos los santos.
Nos insistía en una dirección espiritual
libre, constante, seria, transparente… Allí el Espíritu Santo trabaja el
alma por mediación del sacerdote, que actúa en un lenguaje agrícola:
regando, abonando, arando, podando… para que el árbol de fruto bueno.
¡Bendito labrador!
¡Cuantas visitas semanalmente a la casa
sacerdotal!, que fueron renovando completamente mi vida cristiana,
suscitando en mí deseos de santidad. Sabía aunar la caridad y la
exigencia en las correcciones, sin duda necesarias para mi crecimiento
personal. Su casa era mi casa, su capacidad de escuchar era oxígeno para
mi alma, impresionante su consejo prudente y acertado y su capacidad de
sondear lo profundo del alma, invitando siempre a una entrega sin
mediocridades el Señor Jesús.
El día de mi Consagración a la Señora me dijo:
“Dios te dice hoy: esta es mi hija amada: ¡escúchala! María sólo tiene una esclavitud. Dios. Como
San Juan debes ser otro apóstol Virgen que acojas con todo el amor de
mi alma a la Virgen en tu vida. Y así todo sería purificado, todo sería
del agrado de Dios”.
Y mi primer verano como seminarista mayor me escribía:
“Querido Miguel: A un seminarista, le
escribía yo hace años: En verano se calientan los cuerpos, pero se
enfrían las almas. Por eso en estos días de vacaciones hay que seguir
“calentando el alma” con más oración, con más control de la voluntad, en
contacto con seminaristas que te ayuden a ser santo, y procura
contagiar alegría con todas las personas con que te relaciones.
Hasta finales de mes si Dios quiere. Ruega por mí. Dámaso. Pbro” (18-7-1997).
Inolvidables las convivencias y los días que en verano pasaba con él.
¡Cuánto me ayudaron a madurar y a crecer espiritualmente!
Al llegar a mi diaconado recuerdo con
emoción cómo tan mayor, un 16 de diciembre fue a la celebración y me
revistió con la estola cruzada y la dalmática, aquél que todas las
semanas me revestía de la gracia en el sacramento de la penitencia.
Mi pueblo con gran generosidad y
esfuerzo, con donativos de todos, me regaló el cáliz y la patena de la
ordenación y al bendecirlos, me dijo D. Dámaso: “lo santo para los santos”. “Trata
santamente lo que estos vasos sagrados van a contener y celebra cada
Misa Como si fuera tu Primera Misa, tu última Misa, Tu única Misa”.
Y en mi Ordenación sacerdotal con un
calor sofocante, en pleno mes de julio de 2003, acudió puntual a la
cita, en mi querida Parroquia de San Pedro apóstol y Ntra. Sra. del
Carmen de Espinardo, para revestirme al modo presbiteral, aquél que en
la dirección espiritual había luchado incansablemente por formar en mí
otro Cristo, arduo trabajo por el que sigo luchando cada día.
Fue para mí un momento de dolor y sorpresa, el oírle decir en la cama del Hospital el 16 de agosto de 2003: “Miguel, me voy”, ¿a dónde? al cielo, “mi pasado, mi presente y mi futuro están en manos de Dios que me ama” y pedirme que le diera la Unción de los enfermos, me temblaban las piernas, pero ¿cómo? ¿yo? ¡que impresión!
Fue mi primera Unción, con que paz y atención siguió la celebración, ¡Nunca lo olvidaré!
Y finalmente la noche de su muerte el 27
de agosto de 2003, me tocó el turno como otras noches a otros sacerdotes
amigos, junto a José Iborra, estar presente en su transito a la Casa
del Padre y de la Madre. Sobre las tres de la madrugada salía de este
mundo “aquella alma piadosa y bendita”.
Concluyo con su recomendación de vivir siempre unido a la Virgen María, me la escribió un día de San Miguel para felicitarme:
“Miguel: Antes de que tus labios
entonen o recen el gloria al Padre, que tu corazón y tu vida con María,
sea un himno constante de gloria a la Santísima Trinidad, que mora en
ti… canta y camina…. Canta al Padre con tu vivir cristiano y camina
avanzando en santidad por los caminos de tu vocación sacerdotal: canta y
camina. Dámaso. Pbro.”