D. Leandro Fernández López, Sacerdote Diocesano

Conocí a Don Dámaso en Junio del año 1987 y desde ese momento en su piso situado en la plaza Zetina de Murcia, entablé con él una  relación de dirección espiritual que finalizó con su muerte. Solía visitarle una vez por semana. Don Dámaso ha sido el Padre que me acompañó en el camino del seguimiento a Cristo. He tenido el gran regalo de pasar muchas horas en su compañía. Era ante todo un sacerdote de Dios; poseía en sus labios la palabra que iluminaba tantas oscuridades de la vida,  en su corazón el amor y el celo por la Iglesia, por los sacerdotes, seminaristas, vida religiosa.  Sus manos consagradas, límpidas de la posesión  material del mundo,  no olían a dinero, sino todo lo contrario: el dinero nunca se quedaba en sus manos, siempre ayudando económicamente a los más necesitados.

Me decía que una de las obras más divinas era ayudar a los futuros sacerdotes, con el tiempo, con la oración, con la dirección espiritual, y también con el dinero.  Recuerdo con cierta nostalgia como muchas mañanas me llamaba, ya viviendo en la casa sacerdotal para repartir comida y dinero entre familias desestructuradas del barrio de San Juan de la ciudad de Murcia. Don Dámaso entraba las casas, conocía a sus habitantes por su nombre, les dirigía siempre una palabra evangélica y le dejaba su ofrenda de dinero y alimentos. Recuerdo que me llamaba mucho la atención la pobreza del lugar: suciedad por doquier, puertas descoyuntadas… Don Dámaso actuaba con la mayor naturalidad del mundo y nunca hablaba de ello.

En algunas circunstancias difíciles que le tocó vivir; como desprecios y humillaciones por ciertas personas, él no guardaba ningún tipo de rencor, aceptaba esas incomprensiones como regalo de Dios y las aceptaba… nunca perdía la paz. Recuerdo una situación especialmente que era muy injusta… y Don Dámaso nunca insinuó el más mínimo deseo de defenderse.

Acompañé a Don Dámaso cuando celebraba la eucaristía, muchísimas veces. Él me enseñaba con su ejemplo lo importante que era prepararse antes  de celebrarla y después en la acción de gracias. 

En mis largas estancias con él me habló de algunos acontecimientos de su vida personal, que nunca salían a relucir, porque no solía darle importancia. Recuerdo especialmente una tarde que me dejó impresionado, porque me contó cómo estuvo a punto de morir por Cristo y como providencialmente fue librado del martirio. Al poco tiempo del comienzo de la guerra Civil, Don Dámaso era diácono y fue denunciado, arrestado y conducido al Puerto de la Cadena, allí un miliciano sacando una pistola, la colocó en las sienes de Don Dámaso, en ese momento de la narración, le pregunté que paso por su mente, me contó que hizo las recomendaciones del alma. Que se encomendó a San José y que ofreció su vida por los sacerdotes y seminaristas. El miliciano intento disparar varias veces, pero la pistola se atascó, entonces  otro miliciano presente que conocía a la familia de don Dámaso dijo que era solo un joven y que no merecía la pena matarlo, de tal manera que fue librado  milagrosamente del martirio. Dios tenía otro destino para él, que se iría desarrollando en su larga vida.

Don Dámaso solía repetir que la providencia de Dios era escandalosa, y pude ser testigo de esa providencia varias veces.

En cierta ocasión quedé  en recogerlo cuando acabase la Misa en el  antiguo Hospital de la Cruz Roja de Murcia. Después de la acción de gracias salimos hacia la casa sacerdotal de camino me contó muy sorprendido lo que le había sucedido: Como al llegar al hospital antes de celebrar la Misa una hija de la caridad le dijo que si podía subir a una habitación a confesar y dar la unción de enfermos a un hombre que estaba muy grave y así lo había pedido la familia. La religiosa le dijo el número de la habitación, Don Dámaso subió a la habitación y se sorprendió que el enfermo no estuviera tan grave como manifestó la religiosa, pero de todas maneras aprovecho para confesarlo y administrarle la unción. Hacía más de cuarenta años que no se confesaba.

Cuando acabo la celebración de la Misa y antes de marchar la religiosa volvió a insistir a que fuera a confesar al enfermo. Don Dámaso le comunicó que ya lo había hecho, pero la hermana le insistió a que lo hiciera,  subió de nuevo, y cuando llegó a la habitación se dio cuenta que se había equivocado y anteriormente se había metido en otra. Confesó al nuevo enfermo y le administró los últimos sacramentos. Al salir de la habitación el enfermo primero había muerto… Don Dámaso me decía que la providencia de Dios y su deseo de salvar a los hombres nunca lo abandona. Dios se valió de su equivocación para traer paz y misericordia al corazón de un hombre que estaba más de cuarenta años alejado de Dios.
Don Dámaso amaba profundamente a Cristo y con Él se configuraba cada día. Su amor a la pobreza era extremo, tenía desasimiento de todo, de sus libros y de sus cosas personales. Cuando murió fue la diócesis de Cartagena la que pagó e entierro  pues no tenía dinero ahorrado.  Incluso, un sacerdote fue el que regaló la casulla  que le sirvió para mortaja.

Recuerdo sus últimas palabras que a un compañero sacerdote y a mí nos dirigió cuando terminaba su vida en la tierra y se preparaba para cruzar el umbral del cielo. “Mi pasado, mi presente, mi futuro están en las manos de Dios que me ama”. Esta frase resume muy bien la vida Don Dámaso y sobre todo la culminación de una vida sacerdotal que siempre fue fiel a Dios.