Conocí a Don Dámaso en Junio del año 1987 y
desde ese momento en su piso situado en la plaza Zetina de Murcia, entablé con
él una relación de dirección espiritual
que finalizó con su muerte. Solía visitarle una vez por semana. Don Dámaso ha
sido el Padre que me acompañó en el camino del seguimiento a Cristo. He tenido
el gran regalo de pasar muchas horas en su compañía. Era ante todo un sacerdote
de Dios; poseía en sus labios la palabra que iluminaba tantas oscuridades de la
vida, en su corazón el amor y el celo
por la Iglesia,
por los sacerdotes, seminaristas, vida religiosa. Sus manos consagradas, límpidas de la
posesión material del mundo, no olían a dinero, sino todo lo contrario: el
dinero nunca se quedaba en sus manos, siempre ayudando económicamente a los más
necesitados.
Me decía que una de las obras más divinas era
ayudar a los futuros sacerdotes, con el tiempo, con la oración, con la
dirección espiritual, y también con el dinero. Recuerdo con cierta nostalgia como muchas
mañanas me llamaba, ya viviendo en la casa sacerdotal para repartir comida y
dinero entre familias desestructuradas del barrio de San Juan de la ciudad de
Murcia. Don Dámaso entraba las casas, conocía a sus habitantes por su nombre,
les dirigía siempre una palabra evangélica y le dejaba su ofrenda de dinero y
alimentos. Recuerdo que me llamaba mucho la atención la pobreza del lugar:
suciedad por doquier, puertas descoyuntadas… Don Dámaso actuaba con la mayor
naturalidad del mundo y nunca hablaba de ello.
En algunas circunstancias difíciles que le
tocó vivir; como desprecios y humillaciones por ciertas personas, él no
guardaba ningún tipo de rencor, aceptaba esas incomprensiones como regalo de
Dios y las aceptaba… nunca perdía la paz. Recuerdo una situación especialmente
que era muy injusta… y Don Dámaso nunca insinuó el más mínimo deseo de
defenderse.
Acompañé a Don Dámaso cuando celebraba la
eucaristía, muchísimas veces. Él me enseñaba con su ejemplo lo importante que
era prepararse antes de celebrarla y
después en la acción de gracias.
En mis largas estancias con él me habló de
algunos acontecimientos de su vida personal, que nunca salían a relucir, porque
no solía darle importancia. Recuerdo especialmente una tarde que me dejó
impresionado, porque me contó cómo estuvo a punto de morir por Cristo y como
providencialmente fue librado del martirio. Al poco tiempo del comienzo de la
guerra Civil, Don Dámaso era diácono y fue denunciado, arrestado y conducido al
Puerto de la Cadena,
allí un miliciano sacando una pistola, la colocó en las sienes de Don Dámaso,
en ese momento de la narración, le pregunté que paso por su mente, me contó que
hizo las recomendaciones del alma. Que se encomendó a San José y que ofreció su
vida por los sacerdotes y seminaristas. El miliciano intento disparar varias
veces, pero la pistola se atascó, entonces
otro miliciano presente que conocía a la familia de don Dámaso dijo que
era solo un joven y que no merecía la pena matarlo, de tal manera que fue
librado milagrosamente del martirio.
Dios tenía otro destino para él, que se iría desarrollando en su larga vida.
Don Dámaso solía repetir que la providencia
de Dios era escandalosa, y pude ser testigo de esa providencia varias veces.
En cierta ocasión quedé en recogerlo cuando acabase la Misa en el antiguo Hospital de la Cruz Roja de Murcia.
Después de la acción de gracias salimos hacia la casa sacerdotal de camino me
contó muy sorprendido lo que le había sucedido: Como al llegar al hospital
antes de celebrar la Misa
una hija de la caridad le dijo que si podía subir a una habitación a confesar y
dar la unción de enfermos a un hombre que estaba muy grave y así lo había
pedido la familia. La religiosa le dijo el número de la habitación, Don Dámaso
subió a la habitación y se sorprendió que el enfermo no estuviera tan grave
como manifestó la religiosa, pero de todas maneras aprovecho para confesarlo y
administrarle la unción. Hacía más de cuarenta años que no se confesaba.
Cuando acabo la celebración de la Misa y antes de marchar la
religiosa volvió a insistir a que fuera a confesar al enfermo. Don Dámaso le
comunicó que ya lo había hecho, pero la hermana le insistió a que lo hiciera, subió de nuevo, y cuando llegó a la habitación
se dio cuenta que se había equivocado y anteriormente se había metido en otra.
Confesó al nuevo enfermo y le administró los últimos sacramentos. Al salir de
la habitación el enfermo primero había muerto… Don Dámaso me decía que la
providencia de Dios y su deseo de salvar a los hombres nunca lo abandona. Dios
se valió de su equivocación para traer paz y misericordia al corazón de un
hombre que estaba más de cuarenta años alejado de Dios.
Don Dámaso amaba profundamente a Cristo y con
Él se configuraba cada día. Su amor a la pobreza era extremo, tenía
desasimiento de todo, de sus libros y de sus cosas personales. Cuando murió fue
la diócesis de Cartagena la que pagó e entierro
pues no tenía dinero ahorrado.
Incluso, un sacerdote fue el que regaló la casulla que le sirvió para mortaja.
Recuerdo sus últimas palabras que a un
compañero sacerdote y a mí nos dirigió cuando terminaba su vida en la tierra y
se preparaba para cruzar el umbral del cielo. “Mi pasado, mi presente, mi futuro están en las manos de Dios que me
ama”. Esta frase resume muy bien la vida Don Dámaso y sobre todo la
culminación de una vida sacerdotal que siempre fue fiel a Dios.