1 de noviembre de 2012

He de reconocer que no tuve una relación
muy frecuente con él, debido a mis cargos y viajes misioneros. Pero
entre los dos se había creado un clima de confianza, especialmente
cuando se trataba de servir a los sacerdotes o futuros sacerdotes en su
espiritualidad.
Él comenzó el servicio de Director
Espiritual del Seminario de San Fulgencio (Murcia) en 1964. Yo ejercía
este mismo servicio de consejo espiritual en el Seminario de Lleida
desde 1955, pero ya en 1967 tuve que desplazarme para la docencia en la
Facultad del Norte de España (con sede en Burgos) y luego, desde Roma,
iba ejerciendo mi servicio en la Unión Apostólica Internacional (D.
Dámaso era director diocesano de la U.A., desde 1965). Desde 1974, me
llamaron a Roma para los servicios misioneros de la Congregación para la
Evangelización de los Pueblos (Universidad Urbaniana y Centro
Internacional de Animación Misionera). Era frecuente mi venida a España
para Ejercicios Espirituales al Clero.
El trato más directo con D. Dámaso tuvo
lugar en algunos encuentros sacerdotales de la Unión Apostólica (escala
regional o nacional) y, especialmente, cuando me llamó para dirigir los
Ejercicios el Clero de su diócesis. Me parece también muy importante la
relación indirecta, debido a los seminaristas que él enviaba para
algunos encuentros interdiocesanos, o también respecto a sacerdotes de
Murcia (y Cartagena) que habían recibido sus orientaciones y tomaban
parte en algunos de mis retiros o encuentros sacerdotales.
Mis recuerdos son sencillos. En sus
conversaciones afloraban los criterios espirituales de quien conoce
algunos clásicos de la espiritualidad (Santa Teresa de Ávila, San Juan
de la Cruz y especialmente San Juan de Ávila). La figura del Maestro
Ávila le cautivaba. No era muy expresivo, sino que dejaba entender los
criterios espirituales casi sin dar importancia (no como maestro, sino
como uno que se siente discípulo o aprendiz).
Recuerdo concretamente unos Ejercicios
que dirigí para el clero de Murcia en “Los Jerónimos” (septiembre de
1985). Esta fecha la recuerdo debido a ser el mismo año en que falleció
mi padre (octubre). En mis notas personales anoté el buen ambiente de
los ejercitantes y que D. Dámaso (que tenía 72 años) era considerado
“una institución” y “muy apreciado” por el Sr. Obispo (D. Javier Azagra)
y por los sacerdotes. De otros Ejercicios posteriores (como de los años
1995 y 2002, Casa de Guadalupe), recuerdo que algunos sacerdotes y
seminaristas llevaban la dirección espiritual con D. Dámaso (quien
seguía encargándose de la Unión Apostólica ayudado por un diacono
permanente).
Tanto durante sus años de director
espiritual del Seminario, como luego en diversos servicios diocesanos y
desde la Casa Sacerdotal, era un hombre disponible para recibir
especialmente a sacerdotes y seminaristas. Al final de sus días, desde
la Casa Sacerdotal, seguía ejerciendo un gran influjo en toda clase de
personas que buscaban orientación espiritual.
Además de alimentarse con los escritos de
los clásicos espirituales (como he indicado), su punto de referencia
principal era el evangelio vivido como encuentro con Cristo. Esos
criterios evangélicos los alimentaba con la lectura del magisterio
eclesial (concilio Vaticano II y postconcilio).
Noté siempre en él una vida de unión don
Dios, que le llevaba a los momentos de oración y que también le urgía a
vivir al estilo del Buen Pastor, sobre todo por una vida de pobreza y
humildad, que rezumaban alegría sencilla hasta con un deje de humor sano
y jovial. De ahí fluía su gran disponibilidad para ayudar a quien se
encontraba en cualquier necesidad.
Su modo de hablar sobre la Iglesia era
sencillo, sin elucubraciones. Amaba a la Iglesia y lo demostraba con su
actitud de comunión hacia el obispo y con las lecturas sobre el
magisterio del Papa. En los momentos en que arreciaba una cierta crítica
negativa sobre la Iglesia, él se mostró siempre, sin polémicas, como un
hijo siempre fiel. Se sentía siempre hijo de la Iglesia, sin ambicionar
ningún cargo. Su devoción mariana era espontánea y sencilla.
Su modo de vivir y de hablar era como de
quien no tiene nada propio, sino que ha recibido algunos dones para
servir y compartir con humildad, sacrifico y generosidad.
Era muy receptivo cuando se trataba de
criterios evangélicos y eclesiales, como quien atesora para compartir
sin hacer hincapié en las propias cualidades. Muchas de sus afirmaciones
reflejaban lo que había leído o escuchado en este contexto de comunión
eclesial.
Su gran preocupación práctica era que los
sacerdotes encontraran una experiencia de fraternidad en la diócesis,
para ayudarse mutuamente, según los programas que sugería la Unión
Apostólica.