“El último de los hijos de D. Dámaso”.
Quince años tenía yo en diciembre de 2001. Hacía un año que a raíz de plantearme el párroco de Monteagudo la pregunta “¿has pensado en ser sacerdote?”, había comenzado a asistir a las convivencias del Seminario Menor de Murcia, pero quizás aún sin plantearme en serio la vocación ni las exigencias que ésta requiere. Fue entonces cuando el Señor puso en mi camino a D. Dámaso.
Aquella Navidad de 2001, un paisano de Monteagudo al enterarse de que yo era seminarista menor me preguntó si conocía a D. Dámaso Eslava y dónde vivía. Este hombre perteneció a la juventud de Acción Católica del Carmen de Murcia en tiempos de D. Dámaso, y tenía el deseo de encontrarse con él después de muchos años. Me informé en el seminario, y así, el domingo de la Sagrada Familia, sin previo aviso, nos presentamos los dos en el sexto piso de la casa sacerdotal para visitar al anciano D. Dámaso. La primera impresión que me dio fue la de un hombre cercano, alegre y muy de Dios, se respiraba en el ambiente la presencia del Señor, y si no se respiraba D. Dámaso se encargaba de hablar de Él. Más atención prestó el sacerdote al joven seminarista que acompañaba a su antiguo conocido de la Acción Católica carmelitana que a éste en cuestión. Se ponía de manifiesto aquello que tanto repitió de “dar preferencia a la atención de los sacerdotes y seminaristas, ya que éstos podrán atender a multitudes”. Así fue como tras aquella breve visita de cortesía, quedé invitado a volver a aquel apartamento cuando quisiera.
Sabía yo que el tema de la dirección espiritual era importante y no lo llevaba muy en serio. Así que una tarde del mes de enero me armé de valor, y de nuevo sin previo aviso me presenté en el sexto B de la casa sacerdotal. Aún hoy no me explico cómo aquel tímido muchacho fue capaz de tal cosa. Hablé distendidamente aquella tarde con D. Dámaso, que suprimió otras ocupaciones para atenderme. Así fue como el último y más pequeño de sus dirigidos comenzó su andadura, seguido de cerca por la mirada de aquel Padre Espiritual que me recibía casi semanalmente en su casa, una casa siempre abierta, especialmente para los sacerdotes y seminaristas.
¡Cuánto le gustaba a D. Dámaso insistir en la necesidad de tener un programa de vida y las ideas claras! Así me enseñaba a ir ejercitándome en todas y cada una de las virtudes cristianas y humanas teniendo la mirada fija en Dios. Recuerdo una tarde en la que, arrancando una hoja de su libreta, fue dictándome de viva voz para que copiara las condiciones que se precisan para una amistad íntima con Jesús:
- Tener presencia viva de Jesús en nuestra vida.
- Frecuentar el trato cordial con Él: oración larga, diaria, cordial e íntima. Sólo si tratamos mucho con Él podremos amarle y seguirle.
- La lectura y estudio del Evangelio: en él está reflejado el carácter de Cristo.
- La afinidad de gustos con Él: la preocupación por los sacerdotes y seminaristas, los pecadores, los jóvenes, los pobres…
- La independencia familiar: soltar todas las ataduras humanas.
- La configuración con Él por la fidelidad, santidad y coherencia de vida, evitando hacer todo aquello que desagrada a nuestro Amigo, que ofende a Dios.
- La vida de gracia: recibiendo con frecuencia los sacramentos de la Eucaristía y la reconciliación.
- La penitencia y el sacrificio, para que vea nuestro amigo como lo anhelamos y esperamos su encuentro.
- Ganarnos a la Madre de tan buen amigo, para que Ella nos lo muestre.
- La dirección espiritual seria, constante y dócil, para poder ir iluminando los caminos por los que nos quiere llevar el Señor, formando nuestra conciencia e ir progresando en la virtud.
- Una amistad fraterna que me ayude, corrija y estimule.
- Hablar de Él a los demás: el que tiene tan sublime amigo, no puede ocultarlo, sino que lo comunica a todos.
Una de las cosas que más me animó a seguir visitando a D. Dámaso y a poner mi vocación bajo su guía, fue el desfile de sacerdotes y seminaristas que veía aparecer por su casa a saludarle, pedirle consejo u oración, a recibir el sacramento del perdón o a dirigirse espiritualmente. Recuerdo que pensé: “Si tantos vienen a verle es porque él sabe llevar por camino seguro”.
Es curioso cómo me hacía las correcciones, no de forma impositiva, sino como sugerencia, dejándome siempre libertad pero llamándome a la verdad, de manera que al final me llevaba a su terreno y tenía que darle la razón. Y ante lo que no comprendiera, o no viera el porqué me convenía hacer esto o aquello, ya sabemos cuál era su respuesta: “saca el registro de la fe”, es decir, aceptar la corrección o el consejo sin tener por qué pasarlo por mi razón, sino haciendo un acto de fe y de obediencia.
Sabía yo que el tema de la dirección espiritual era importante y no lo llevaba muy en serio. Así que una tarde del mes de enero me armé de valor, y de nuevo sin previo aviso me presenté en el sexto B de la casa sacerdotal. Aún hoy no me explico cómo aquel tímido muchacho fue capaz de tal cosa. Hablé distendidamente aquella tarde con D. Dámaso, que suprimió otras ocupaciones para atenderme. Así fue como el último y más pequeño de sus dirigidos comenzó su andadura, seguido de cerca por la mirada de aquel Padre Espiritual que me recibía casi semanalmente en su casa, una casa siempre abierta, especialmente para los sacerdotes y seminaristas.
¡Cuánto le gustaba a D. Dámaso insistir en la necesidad de tener un programa de vida y las ideas claras! Así me enseñaba a ir ejercitándome en todas y cada una de las virtudes cristianas y humanas teniendo la mirada fija en Dios. Recuerdo una tarde en la que, arrancando una hoja de su libreta, fue dictándome de viva voz para que copiara las condiciones que se precisan para una amistad íntima con Jesús:
- Tener presencia viva de Jesús en nuestra vida.
- Frecuentar el trato cordial con Él: oración larga, diaria, cordial e íntima. Sólo si tratamos mucho con Él podremos amarle y seguirle.
- La lectura y estudio del Evangelio: en él está reflejado el carácter de Cristo.
- La afinidad de gustos con Él: la preocupación por los sacerdotes y seminaristas, los pecadores, los jóvenes, los pobres…
- La independencia familiar: soltar todas las ataduras humanas.
- La configuración con Él por la fidelidad, santidad y coherencia de vida, evitando hacer todo aquello que desagrada a nuestro Amigo, que ofende a Dios.
- La vida de gracia: recibiendo con frecuencia los sacramentos de la Eucaristía y la reconciliación.
- La penitencia y el sacrificio, para que vea nuestro amigo como lo anhelamos y esperamos su encuentro.
- Ganarnos a la Madre de tan buen amigo, para que Ella nos lo muestre.
- La dirección espiritual seria, constante y dócil, para poder ir iluminando los caminos por los que nos quiere llevar el Señor, formando nuestra conciencia e ir progresando en la virtud.
- Una amistad fraterna que me ayude, corrija y estimule.
- Hablar de Él a los demás: el que tiene tan sublime amigo, no puede ocultarlo, sino que lo comunica a todos.
Una de las cosas que más me animó a seguir visitando a D. Dámaso y a poner mi vocación bajo su guía, fue el desfile de sacerdotes y seminaristas que veía aparecer por su casa a saludarle, pedirle consejo u oración, a recibir el sacramento del perdón o a dirigirse espiritualmente. Recuerdo que pensé: “Si tantos vienen a verle es porque él sabe llevar por camino seguro”.
Es curioso cómo me hacía las correcciones, no de forma impositiva, sino como sugerencia, dejándome siempre libertad pero llamándome a la verdad, de manera que al final me llevaba a su terreno y tenía que darle la razón. Y ante lo que no comprendiera, o no viera el porqué me convenía hacer esto o aquello, ya sabemos cuál era su respuesta: “saca el registro de la fe”, es decir, aceptar la corrección o el consejo sin tener por qué pasarlo por mi razón, sino haciendo un acto de fe y de obediencia.
Me contagió su amor a la Eucaristía y la necesidad de participar en ella diariamente como el aire que se necesita para respirar. En aquella etapa no se celebraba Misa todos los días en Monteagudo, por lo que recuerdo que me acompañaba mi buena madre, bien a pueblos cercanos o incluso a Murcia. Así mismo me animaba a visitar el Sagrario con frecuencia, donde como decía: “Jesús nos espera”. En cuanto me hice con la llave de la Parroquia, todos los días antes de coger el autobús para ir al instituto a Murcia, entraba a saludar al Santísimo. Recuerdo que cuando se lo consulté a D. Dámaso le agradó mucho la idea, porque decía que unía el madrugar con el visitar al Señor. Así me fue introduciendo poco a poco en la vida de oración. Bien sabía él que no podía mandar a un chico de 15 años, que comenzaba a hacer oración personal, a que estuviera diariamente una hora ante el Santísimo, pero sí me insistía para que en mi horario tuviera todos los días quince minutos de oración personal reflexionando el evangelio del día o acerca de la lectura espiritual, la cual nunca me faltaba porque ya se encargaba D. Dámaso de ir preparándome los libros adecuados para mi edad.
“La vocación, nos solía decir, es como un carro que tiene dos ruedas. Las dos ruedas tienen que estar bien para que el carro llegue a su destino. Una rueda es la vida de oración y la otra la pureza. Si una de las ruedas va fallando el carro de la vocación irá a trompicones, no llegará a su destino, y si llega será con el carro destrozado y en pésimas condiciones”. El cultivar la pureza de corazón en los llamados al celibato, fue otra de sus mayores preocupaciones, y para ello tenía una gran aliada, la Virgen María, la Señora, a la que nos instaba a invocar en los momentos de tentación.
Año y medio fue pasando casi sin darnos cuenta, en el que mantuvimos esta cercana relación entre padre espiritual y dirigido. En julio de 2003, en la que fue la última vez que tuvimos la dirección espiritual, sin darme yo cuenta se despidió de mí. Me dijo: “Asensio, yo soy ya muy mayor y me queda poco tiempo aquí. Cuando yo falte no te quedes solo, ve a ver a Miguel y cuida la dirección espiritual”. Se refería al recién ordenado sacerdote D. Miguel Conesa, tan querido para él y que a día de hoy seguro que le acompaña en el cielo. Le quité importancia en aquel momento al consejo del anciano D. Dámaso, pero ciertamente a la semana siguiente enfermó, y tras visitarlo una vez en el hospital, el 27 de agosto de 2003 dejó su pasado, su presente y su futuro en manos de Dios.
En mi itinerario hacia el sacerdocio le he tenido muy presente, haciendo cada día su “acto ofrecimiento”, bebiendo de las fuentes que él enseñó, y teniendo como modelo su testimonio de entrega sacerdotal, siempre alegre y confiando en Dios que nos ama, y que “elige a hombres de este pueblo para que renueven en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, y al entregar su vida vayan configurándose a Cristo, dando testimonio constante de fidelidad y de amor” (Cf. Prefacio de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote).
Recordar a D. Dámaso es estímulo que me lleva a desear cada día una mayor entrega de mi vida a Dios, y así ser todo suyo por medio de María.