Recuerdo que siendo seminarista, cayó en mis manos un librito
sobre el sacerdocio titulado “el doble del Hombre Dios”. Creo que dicha cita
puede ser un buen comienzo para esta
publicación sobre la figura entrañable de D. Dámaso, quien fuera en nuestra
Diócesis de Cartagena y en muchos otros lugares modelo sacerdotal para tantos
que tuvimos la inmensa fortuna de conocerle y tratarle. No podía referirme a él
de otro modo, porque si bien dicen que la historia se repite, yo puedo dar fe
que esto es cierto, porque de nuevo alguien ha exclamado convencido: “Este
sacerdote se parece a nuestro Señor” ó como aquel campesino de Ars “He visto a
Dios en un hombre”, y no uno sino muchos hemos visto en D. Dámaso al mismísimo
Jesucristo, pues en él se encarnaron sus mismos sentimientos: generosidad,
entrega, alegría, servicio, misericordia...en definitiva toda la bondad de
nuestro Dios depositada en un hombre que se fió de Jesucristo y es por ello que
se vio inundado de un cúmulo de gracias que no hizo otra cosa mas que
repartirse a manos llenas, para que también otros, pudiéramos participar de la
alegría de la experiencia de Dios.
Son cientos y cientos los testimonios que encontraron en D.
Dámaso consuelo, esperanza, un optimismo impresionante y una fuerza para seguir
adelante que es imposible describir en los términos de este mundo.
Mi testimonio particular no se aleja ni un ápice de lo que todos
refieren de él. D. Miguel Conesa, sacerdote de nuestra Diócesis de Cartagena,
por entonces seminarista, fue el "San Juan Bautista" que me señaló a
este hombre de Dios por primera vez, desde entonces acudí a él con frecuencia,
porque aquel primer encuentro, no me había dejado indiferente. Siempre encontré
en él amabilidad, comprensión, misericordia, sí, yo también vi a Dios en Él.
Pero el recuerdo más extraordinario que tengo de su persona, y
que sin duda ninguna marcó mi etapa en el seminario, y mi alma sacerdotal, se
dio en el verano de 2001. Me encontraba de vacaciones en mi pueblo natal junto
a mi familia y de pronto sonó mi teléfono. El que me llamaba era D. Dámaso, lo
cual fue para mi una grata sorpresa, más todavía cuando me hizo saber el motivo
de su llamada. Me invitó a pasar unas semanas en el monasterio cisterciense de La Palma (Cartagena).
Sin dudarlo un instante, le contesté que sí. Os aseguro que
fueron las mejores semanas de mi vida, lo puedo decir con toda claridad, porque
jamás se han borrado de mi alma aquellos días, días de oración, de
conversaciones como de un maestro y su discípulo, de silencio y
contemplación... Todo en él me hablaba de Dios, hasta su silencio. Aquellos
días transcurrieron serenos, llenos de una paz espiritual impresionante.
Recuerdo cuando tocaba el momento del paseo, que yo le formulaba
muchas cuestiones sobre la vida sacerdotal, cuestiones a las que siempre
respondía convencido y con gran acierto. Respuestas que han significado después
la “hoja de ruta” de mi propio sacerdocio.
Podría extenderme en numerosas anécdotas, os referiré por
ejemplo el momento en que después del rezo de la hora de vísperas y tras un
rato de oración personal, esperábamos un poco para la hora de la cena, en una
salita. D. Dámaso llevaba un buen rato que parecía dormido, a lo que le
pregunté si dormía, sin ni siquiera abrir los ojos me dijo: “Alejandro, estoy
pensando en Él, en mi Señor, hemos de pensar tanto en Él”. Tras aquella
respuesta, que me llego a lo más hondo, no volvió a mediar palabra hasta la
hora de la cena.
Era la alegría personificada, reía muchísimo con él, tenía un
gran sentido del humor, era imposible pasárselo mal con él, siempre estaba
sonriendo. Tras unas risas, D. Dámaso me miraba más serio, como para dar
solemnidad a las palabras que me iba a decir, y aseveraba: “un sacerdote debe
estar siempre alegre, alegre en el Señor, no lo olvides nunca”.
Me contó muchas anécdotas de su vida personal, en todas ellas
significaba la actuación de Dios en su historia. De niño me contaba, era buen
declamador de poesía, (le encantaba la poesía), su maestra le ponía encima de
una mesa para que declamara estos versos, que se me grabaron en la memoria:
“Niños: ¿hemos de llorar nuestra inocencia perdida?
Jesús de mi vida, no.
Si pecador e insensato he de ser un hijo ingrato,
primero me muera yo”.
Recuerdo también cómo celebraba la Eucaristía, aquello fue
un regalo del Cielo. Me sentía un afortunado, porque estar a su lado en la
celebración de la
Eucaristía, era estar en el mismo Cielo. Con qué celo
celebraba, mientras mantenía a nuestro Señor alzado tras las palabras de la Consagración,
derramaba lágrimas. Estar en una Eucaristía suya no te dejaba igual, estabas
deseando que llegara el día siguiente para volver a celebrarla. Te dejaba en el
alma una sensación, permitidme la expresión, como si el corazón fuera a salirse
del cuerpo. Ahora, recordando aquellas Eucaristías, cuando celebro, procuro
recordar aquella disposición y quietud con la que celebraba él.
Su caridad era más que extraordinaria, todo lo suyo era para los
demás, no quería ni un céntimo en su bolsillo, a mí personalmente, como a
muchos, nos ayudó económicamente, por supuesto no permitió que pagará ni un
céntimo del mes que pasé con él en aquel monasterio.
Yo vi a Dios en un hombre. Sí, es verdad, todos quisiéramos
decir: “He visto a Dios en un hombre”, como decían del cura de Ars, como
decimos de D. Dámaso, y ojalá todos nosotros, sacerdotes de Cristo, pudiéramos
suscitar esa admiración, ese era su máximo deseo para todos y cada uno de
nosotros, por ello se pasaba largos ratos orando, ofreciendo innumerables
sacrificios, velando por cada uno de los futuros sacerdotes. Y, ¿qué es lo que
hacía que este sacerdote fuera motivo de esperanza para tantos?, ¿de donde
procedía ese caudal de alegría, que hizo que siempre estuviera sonriendo?, os
lo diré: su razón, su motor, su impulso, procedía de Jesucristo, fue un
sacerdote que transmitía estas cosas, porque se lo creía, creía firmemente en la Palabra de Jesús y la intentaba
vivir día a día, en las pequeñas cosas, y eso es precisamente lo que lo hacía
grande, porque Dios, ¡Es muy grande!.