“Por la fe, hombres y mujeres han
consagrado su vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez
evangélica, la obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de
la espera del Señor que no tarda en llegar” (Porta fidei 13). Así
D. Dámaso ingresó con gran fervor e ilusión en el Seminario Conciliar de
San Fulgencio de la Diócesis de Cartagena, en Primero de Latín en 1925 a
la edad de 13 años, para seguir la llamada de Cristo a seguirlo más de
cerca.
Reinaba en el Seminario un ambiente de fe
y de oración inculcado por los venerables formadores y padres
espirituales D José María Molina, rector. D. Juan de Dios Balibrea…
Aquellos años de Seminario fueron años
austeros y sencillos, debido a la precaria situación económica que se
vivía en aquella época.
El trabajo y la disciplina forjaba la
voluntad de los seminaristas para buscar ante todo el Reino de Dios y su
justicia, curtidos en la espiritualidad recia del hoy ya doctor de la
Iglesia: San Juan de Ávila. Hombres fuertes dispuestos a entregar su
vida donde la Iglesia los enviara, y que sin duda preparó a muchos para
dar su sangre en testimonio de fe en Jesucristo y para gloria de la
iglesia, con la que numerosos sacerdotes y algunos seminaristas regaron
la Iglesia de Cartagena.
En el Seminario Mayor de San Fulgencio
ejerció D. Dámaso con gran sacrificio el oficio de enfermero, ayudándose
así al coste de la beca. Quiso ser el buen samaritano para sus
compañeros, a los que atendía con esmero en sus enfermedades más
comunes.
Conviene resaltar el gran interés que
puso D. Dámaso en hacer todo con la mayor perfección, santificando el
momento presente, buscando en todo la gloria de Dios. Declaró, ya desde
entonces, una guerra abierta a la mediocridad en su vida. Su gran amor
al Santísimo Sacramento, el cultivo de la vida interior, el espíritu de
servicio, su gran caridad, su alegría jovial, su rendimiento máximo en
el estudio (calificaciones magníficas), su pronta obediencia…
distinguían al joven seminarista.
Uno de los signos de identidad en el
Seminario de Murcia es la consagración a la Santísima Virgen: “la
Señora”, como familiarmente se llama a la Patrona del Seminario.
Devoción que instauraron en 1911 los padres capuchinos, según el Tratado
de la Verdadera devoción a la Virgen de San Luis María Grignion de
Monfort.
Tras la adecuada preparación espiritual,
se organizaba un solemne novenario en honor a Santa María Reina de los
Corazones, que culminaba con una Misa Solemne presidida por el Señor
Obispo de la diócesis, en la que se rezaba la fórmula de la Consagración
y se imponían las medallas a los seminaristas de primer curso de
filosofía.
Pero lo más entrañable es la introducción
de un papelito con los nombres escritos de los seminaristas que se
consagraban ese año a la Madre de Dios. Dicho acto pudo tener su
reminiscencia en la consagración que hizo el Santo cura de Ars de toda
su parroquia a Ntra. Señora, escribiendo él mismo en una cinta de seda
los nombres de todos sus feligreses para introducirlos en el Corazón de
la imagen de la Inmaculada de aquella pequeña aldea.
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D. Dámaso (segundo por la derecha) con un grupo de compañeros seminaristas. |
Imborrable cómo se vivía la fiesta de la
Señora: cómo se preparaba el Altar Mayor con la Imagen de la Virgen, y
cómo se adornaban el Seminario, los claustros (andenes) con banderas,
guirnaldas, macetas y flores, para festejar a la Madre de Dios.
Culminaba la fiesta con una actuación teatral, presidida por el Señor
Obispo, y la actuación de la Schola Cantorum hacían que ese día vibrara
el corazón de los seminaristas en amor a María.
Fue para D. Dámaso un momento especial de
gracia su Consagración a la Señora, a la que profesaba una devoción
ardiente y filial. María, decía San Agustín, es “forma Dei”; por eso el
Tratado de la Verdadera devoción afirma que el alma que se vacía en el
molde de María se deifica. Así quiso el seminarista vivir y morir en el
Corazón de María, recordando que en el corazón de María empezó a latir
el Corazón de Cristo.