Esta relación de amor con Jesucristo la base de la vida espiritual de todo creyente. Así se desprende de la llamada alegoría de la vid, que nos ha llegado a través del evangelio de San Juan: “Lo
mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la
vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí” (Jn 15, 4), y “el
que permanece en mi y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí, no
podéis hacer nada” (Jn 15, 5).
Podíamos decir que en esta “interior
bodega” (como dice S. Juan de la Cruz en su Cántico n. 26) del misterio
de Cristo conocido y vivido en plenitud, es donde D. Dámaso bebe el vino
nuevo, exquisito y generoso del amor a Jesucristo; un amor tan vivo,
tan fuerte y tan ardiente que le impulsa de manera irresistible a
querer contagiarlo a todas las personas que se acercan a él y a las que
él puede llegar.
“El verdadero amor a Jesucristo en el
sacerdote se convierte necesariamente en caridad pastoral, que le lleva
a exclamar con San Pablo: “el amor de Cristo nos apremia” (2 Cor 5,14).
Este amor es el ascua encendida, y la caridad pastoral será la llama
que el soplo del Espíritu Santo extiende en todas las direcciones para
llegar a todos los rincones de la tierra”.
Era un hombre profundamente eucarístico:
su vida giraba en torno a la celebración Eucarística y a la adoración
del Santísimo Sacramento. Hasta el final de sus días bajaba a hacer la
hora de oración ante el Sagrario de la Capilla de la Casa Sacerdotal.
Solía repetir a sus dirigidos: “La mejor catequesis eucarística que
un sacerdote puede dar a su pueblo, es que lo vean postrarse de
rodillas delante del Sagrario”.
Como preparación a la celebración de la
Eucaristía, intentaba D. Dámaso seguir el consejo del Maestro Ávila, al
que un sacerdote, que le preguntó cual era la mejor preparación para
celebrar la Santa Misa, le contestó en una carta diciéndole:
“enciérrese dentro de su corazón y ábralo para recibir aquello que de
tal relámpago suele venir. Importúnele al Señor, que no esté vuestra
merced en presencia de tan alta Majestad sin reverencia, sin temor y
sin amor…, y si entrare en lo más íntimo del corazón del Señor, y El le
enseñare que la causa de su venida es un amor impaciente, violento, que
no consiente al que ama estar ausente de aquella persona a quien ama,
desfallecerá su alma con tal consideración…” Y acaba así: “¿Quién,
Señor, se esconderá del calor de tu corazón, que calienta el nuestro
con su presencia y, como un horno muy grande, saltan centellas a los que
están cerca?”
Invitaba D. Dámaso en un retiro a los sacerdotes a preguntarse: “¿Frecuentamos la oración larga ante el Sagrario? ¿Nos preparamos convenientemente a la celebración
de la Eucaristía? ¿Sacamos tiempo suficiente para la acción de gracias
después de celebrar la Santa Misa? ¿Animamos a nuestras comunidades para
que frecuenten —bien dispuestos— el sacramento eucarístico, fuente y
cumbre de la vida cristiana?”
La meditación de la Pasión del
Señor fue para D. Dámaso una fuente de humildad, que le ayudó a no
buscarse a sí mismo, luchando cada día con el amor propio, “que nos tentará hasta media hora después de muertos”.
Decía que “el contemplar la pasión nos consigue innumerables frutos. En
primer lugar nos ayuda a tener una aversión grande a todo pecado,
anima a huir de la pereza, aviva nuestro amor y aleja la tibieza. Hace
nuestra alma mortificada, guardando mejor el buen uso de nuestros
sentidos”.
La espiritualidad de D. Dámaso no era una
espiritualidad de devociones, sino de grandes amores: la Eucaristía, la
Virgen María, la Iglesia… Una espiritualidad cristocéntrica: “Mi vivir
es Cristo (Flp 1,21) con todas sus exigencias, con todas sus
consecuencias.
Respecto a la predicación, Pablo VI decía a los sacerdotes: “Antes de predicar la Palabra de Dios hay que escucharla en el silencio del alma”.
San Juan de Ávila, no predicaba sermón
que no fuera precedido de largas horas de oración y de penitencias,
“porque, como él decía, había que subir al pulpito bien templado”.
Estaba bien convencido de que “ni el que planta ni el que riega… es Dios
el que da el crecimiento a la semilla de la Palabra” (1 Cor, 3,6). Así
D. Dámaso oraba largamente con la Palabra de Dios, especialmente
preparando la homilía del Domingo y de las grandes fiestas cristianas,
como tantos sacerdotes predicadores de la Palabra, debemos orar, para
que el Señor purifique nuestros labios y nuestro corazón para proclamar
dignamente esa Palabra (Is 6,6). Y para que el Señor disponga los
corazones de los que han de escuchar esa Palabra que salva, dándoles un
corazón bueno, noble y generoso, que retenga la semilla y de fruto por
la perseverancia (Le 8,15).
Su predicación era sencilla, pero directa al corazón. Decía una madre de familia: “me gusta oir a D. Dámaso porque lo entendemos todo y sus ejemplos nos edifican, nos ayudan para la vida cotidiana”. Y un seminarista decía que “D. Dámaso predicaba con la palabra, pero sobre todo con su vida entregada”.
Su amor filial a la Stma. Virgen.
Fundamental para nuestro biografiado el
amor a la Santísima Virgen; comenzó en su infancia, lo cultivó en el
Seminario con la consagración a Santa María Reina de los corazones y fue
creciendo en su vida sacerdotal, fomentando su devoción y la imitación
de sus virtudes. Era una experiencia filial, una experiencia de fuego;
repetía que María desaparece de nuestra vista en la Sagrada Escritura
envuelta en fuego, el fuego del Espíritu Santo.
La inculcaba mucho a sus feligreses, seminaristas, sacerdotes, religiosas:
“Un amor entrañable a la Virgen María,
es desarrollo progresivo de nuestra fe. Vivir nuestra vocación en los
brazos de María, es consecuencia de un amor filial en crecimiento”.
La verdadera devoción a la Virgen, llevará al cristiano a poner todo su empeño y corazón en:
– Conocerla, teniendo ideas claras y delicadeza de sentimientos con María.
– Amarla,
porque nadie ha amado tanto a María como Dios: su Padre, su Hijo y su
Esposo. Y los grandes santos se han distinguido por un amor apasionado y
gozoso a la Virgen.
– Imitarla: en su fidelidad al Espíritu Santo, en sus actitudes espirituales, en sus virtudes y en su vida de santidad.
– Invocarla: porque es Madre, Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora.
– Obsequiarla con actos que son de su agrado: actos de piedad, pequeños sacrificios, actos de caridad fraterna, de apostolado…
– Hablar de ella:
¡Con qué entusiasmo hablan de su madre los hijos enamorados de su
bondad, de su belleza!¡Cómo les duele a los buenos hijos la
indiferencia, el desprecio o la injuria¡ Y qué regocijo cuando se oyen
alabanzas de ella, o al sentirse acariciados, defendidos o simplemente
mirados por la madre!
– Hablar con ella:
rezarle, confiarle las penas y las alegrías, los éxitos y los fracasos,
los deseos y las esperanzas; pedirle ayuda y protección en las
tentaciones, en los peligros, en las pruebas; descubrir su sentido
maternal, abrirle el corazón, descansar en su regazo como el niño Jesús;
hablar con ella con el alma encendida.
El Santo Rosario era una oración
predilecta de D. Dámaso que rezaba todas las tardes, saboreando los
misterios de Cristo y de María, que iluminan nuestro caminar cristiano.
“Miremos a María, nuestra Madre y
Señora, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote Jesús, ideal de santidad,
auxilio del pueblo cristiano, para que Ella, con su intercesión maternal
y poderosa, nos alcance a todos la gracia de ser, antes que maestros
del pueblo cristiano, discípulos aventajados y constantes del único
Maestro, Cristo, el Señor”.
Su amor a la iglesia
“La Iglesia es mi madre, porque ella,
por la predicación y el bautismo engendra nuevos hijos de Dios; por la
penitencia nos limpia, por la Eucaristía nos alimenta, nos une y
fortalece, por la confirmación nos madura y nos arma soldados valientes
del Reino de Dios, y por la unción de los enfermos nos prepara para el
encuentro definitivo y gozoso con el Padre”.
“Todo se lo debo a la Iglesia, todo lo
he recibido de la Iglesia: el bautismo, la vida divina, los
sacramentos, la formación, la ordenación sacerdotal, la salvación…”
Sentía con la Iglesia, amaba
profundamente al Papa y veía en el Obispo al sucesor de los apóstoles,
que le mostraba la voluntad de Dios. “Tiene que haber una disposición
de la mente y del corazón en el bautizado dispuesto siempre a seguir a
aquél a quién el mismo Jesucristo puso como cabeza visible de su
Iglesia, es decir, Pedro, cuyo sucesor es el Papa”.
“Creyendo, como dice San
Ignacio de Loyola, que entre Cristo, Nuestro Señor, esposo, y la
Iglesia, su esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige para la
salud de nuestras almas, porque por el mismo Espíritu y Señor Nuestro,
que dio los diez Mandamientos, es regida y gobernada nuestra santa madre
Iglesia”.
Había meditado mucho estos pensamientos de San Juan de Ávila, con un gran espíritu de fe: “Crean que Dios rige a los que rigen”. Con obediencia: dice el santo, “tengan por gran merced de Dios la obediencia, y si tuvieren fe en obedecer gozarán de gran paz…”
D. Dámaso proponía: “no hemos de vivir
una obediencia pasiva, forzosa, servil…, sino filial, humilde, fruto
de su fe y de su amor…, y siempre con libertad evangélica para señalar defectos que han de corregirse, y urgir al cumplimiento de las graves responsabilidades pastorales”.
Estudiaba, meditaba y predicaba el
magisterio del Papa. Con gran ilusión vivió el Concilio Vaticano II,
estudiando concienzudamente los decretos y Constituciones Conciliares,
siempre en sintonía con el Papa.
Así fue como contagió su amor incondicional a Cristo y a su Iglesia… Cristo jamás se puede separar de su Iglesia.
Esta jaculatoria del seminario de Málaga
la enseño a todos sus dirigidos, para que nunca buscasen su propio
interés o beneficio sino el de Dios y su Iglesia: “Espíritu Santo, concédenos el gozo de servir a la madre Iglesia de balde y con todo lo nuestro”.
En la oración de intercesión compuesta por él mismo, pedía cada día:
“que el Espíritu Santo suscite una oleada de santidad en la Iglesia que
nos alcance a todos, especialmente a los sacerdotes, consagrados y
seminaristas”. Tenía clara conciencia que la renovación de la
Iglesia pasa por la renovación del clero y los consagrados. “No estamos
en tiempo de ver imperfecciones en aquellos que han de formar (al pueblo
de Dios).
“El Señor está empeñado en mejorar el
mundo. Le fallamos los instrumentos”. (D. Diego Hernández, Carta del 26
de Febrero de 1960)
En los recios tiempos postconciliares, D.
Dámaso, fue una luz para muchos sacerdotes, intentando, con gran
fidelidad a la Iglesia, infundir en ellos ideas claras y animarlos a
vivir una vida consecuente con ellas. “Estase ardiendo el mundo, quieren
tornar a sentenciar a Cristo, quieren poner su Iglesia por el suelo. No
hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios asuntos de poca
importancia” (Camino de perfección 1,5)
En sintonía con el Maestro Ávila, inculcó
la importancia extraordinaria que para bien de los pastores y de los
fieles tiene el que las relaciones entre Obispo y clero sean
entrañablemente filiales y fraternas. “Porque si Cabeza y miembros
—escribe al Obispo de Córdoba con motivo de un Sínodo provincial— nos
juntamos a una en Dios, seremos tan poderosos que venceremos al Maligno
en nosotros y salvaremos al pueblo de sus pecados”.